lunes, 26 de diciembre de 2011

ROSENDA LA QUE MURIÓ DE AMOR

No permitiré que Rosenda se case con ese pelado de Alejandro.-Pero, Bernardo, no seas demasiado duro con nuestra hija Rosenda. Ya he dicho que no. Y no me exijas, mujer. -Llamaré a Rosenda. Pocos instantes después acude Rosenda, con sus hermosos cabellos desgreñados de color aceituna; con su semblante pálido-rosa; su boca pincelada de geranio y sus ojos brillantes y tristes.-¿Me llamaba usted mamá? Si, hijita, ven. Tu padre quiere hablarte. Don Bernardo, con el ceño fruncido, en actitud amenazante, se dirige a Rosenda: Así que quieres casarte con ese joven sin porvenir, ni profesión y que no tiene donde caerse muerto...Habla.

Ya lo sabe usted, papa. Alejandro es bueno. Ahora no tiene trabajo: pero pronto podrá abrirse paso. No, no y no. Yo no acepto que te cases con él. No quiero verlo en mi casa...Prefiero verte muerta antes que seas esposa de ese farsante, de ese pobretón, de ese pelado ¡Ya sabes! Esta bien, papá...Rosenda, conteniendo las lágrimas que afluyen a sus ojos, como cascada de perlas, se dirige a sus habitaciones. Doña Micaela, apresuradamente, en silencio, va de su hija.

Mientras tanto, don Bernardo, acaudalado propietario y dueño de recuas que hacen viajes al Altiplano, imparte órdenes a su mayordomo: -¡Honorio, que ensillen mi caballo! Debo subir a Calaña. En el pueblecito de Pocollay y a lo largo del valle, don Bernardo tiene fama de hombre rígido, de carácter firme y tiránico. Pocos amigos le rodean y sus enemigos le temen. Pero hay algo que apreciar en este hombre de hierro: su fortuna la amasó a base de esfuerzo, de trabajo constante. De simple peón de recuas llegó a ser patrón. Ahorró sus ganancias; no era bebedor y muy parco en parrandas y en Intrigas mujeriles.

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