domingo, 4 de diciembre de 2011

El Cristo de la Agon�a - Tradiciones Peruanas

El Cristo de la Agon�a
(Al doctor Alcides Destruge)


I


San Francisco de Quito, fundada en agosto de 1534 sobre las ruinas de la antigua capital de los Scyris, posee hoy una poblaci�n de 70.000 habitantes y se halla situada en la falda oriental del Pichincha o monte que hierve.


El Pichincha descubre a las investigadoras miradas del viajero dos grandes cr�teres, que sin duda son resultado de sus vanas erupciones. Presenta tres picachos o respiraderos notables, conocidos con los nombres del Rucu-Pichincha o Pichincha Viejo, el Guagua-Pichincha o Pichincha Ni�o, y el Cundor-Guachana o Nido de C�ndores. Despu�s del Sangay, el volc�n m�s activo del mundo y que se encuentra en la misma patria de los Scyris, a inmediaciones de Riobamba, es indudable que el Rucu-Pichincha es el volc�n m�s temible de Am�rica. La historia nos ha transmitido s�lo la noticia de sus erupciones en 1534, 1539, 1577, 1588, 1660 y 1662. Casi dos siglos hab�an transcurrido sin que sus torrentes de lava y rudos estremecimientos esparciesen el luto y la desolaci�n, y no faltaron ge�logos que creyesen que era ya un volc�n sin vida. Pero el 22 de marzo de 1859 vino a desmentir a los sacerdotes de la ciencia. La pintoresca
Quito qued� entonces casi destruida. Sin embargo, como el cr�ter principal del Pichincha se encuentra al Occidente, su lava es lanzada en direcci�n de los desiertos de Esmeraldas, circunstancia salvadora para la ciudad que s�lo ha sido v�ctima de los sacudimientos del gigante que la sirve de atalaya. De desear ser�a, no obstante, para el mayor reposo de su moradores, que se examinase hasta qu� punto es fundada la opini�n del bar�n de Humboldt, quien afirma que el espacio de seis mil trescientas millas cuadradas alrededor de Quito encierra las materias inflamables de un solo volc�n.


Para los hijos de la Am�rica republicana, el Pichincha simboliza una de las m�s bellas p�ginas de la gran epopeya de la revoluci�n. A las faldas del volc�n tuvo lugar el 24 de mayo de 1822 la sangrienta batalla que afianz� para siempre la independencia de Colombia.


�Bendita seas, patria de valientes, y que el genio del porvenir te reserve horas m�s felices que las que forman tu presente! A orillas del pintoresco Guayas me has brindado hospitalario asilo en los d�as de la proscripci�n y del infortunio. Cumple a la gratitud del peregrino no olvidar nunca la fuente que apag� su sed, la palmera que le brind� frescor y sombra, y el dulce oasis donde vio abrirse un horizonte a su esperanza.


Por eso vuelvo a tomar mi pluma de cronista para sacar del polvo del olvido una de tus m�s bellas tradiciones, el recuerdo de uno de tus hombres m�s ilustres, la historia del que con las inspiradas revelaciones de su pincel alcanz� los laureles del genio, como Olmedo con su hom�rico canto la inmortal corona del poeta.


II


Ya lo he dicho. Voy a hablaros de un pintor: de Miguel de Santiago.


El arte de la pintura, que en los tiempos coloniales ilustraron Antonio Salas, Gor�var, Morales y Rodr�guez, est� encarnado en los magn�ficos cuadros de nuestro protagonista, a quien debe considerarse como el verdadero maestro de la escuela quite�a. Como las creaciones de Rembrandt y de la escuela flamenca se distinguen por la especialidad de las sombras, por cierto misterioso claroscuro y por la feliz disposici�n de los grupos, as� la escuela quite�a se hace notar por la viveza del colorido y la naturalidad. No busqu�is en ella los refinamientos del arte, no pretend�is encontrar gran correcci�n en las l�neas de sus Madonnas; pero si am�is lo po�tico como el cielo azul de nuestros valles, lo melanc�licamente vago como el yarav� que nuestros indios cantan acompa�ados de las sentimentales armon�as de la quena, contemplad en nuestros d�as las obras de Rafael Salas, Cadenas o Carrillo.


El templo de la Merced, en Lima, ostenta hoy con orgullo un cuadro de Anselmo Y��ez. No se halla en sus detalles el estilo quite�o en toda su extensi�n; pero el conjunto revela bien que el artista fue arrastrado en mucho por el sentimiento nacional.


El pueblo quite�o tiene el sentimiento del arte. Un hecho bastar� a probarlo. El convento de San Agust�n adorna sus claustros con catorce cuadros de Miguel de Santiago, entre los que sobresale uno de grandes dimensiones, titulado La genealog�a del santo Obispo de Hipona. Una ma�ana, en 1857, fue robado un pedazo del cuadro que conten�a un hermoso grupo. La ciudad se puso en alarma y el pueblo todo se constituy� en pesquisidor. El cuadro fue restaurado. El ladr�n hab�a sido un extranjero comerciante en pinturas.


Pero ya que, por incidencia, hemos hablado de los catorce cuadros de Santiago que se conservan en San Agust�n, cuadros que se distinguen por la propiedad del colorido y la majestad de la concepci�n, esencialmente el del Bautismo, daremos a conocer al lector la causa que los produjo y que, como la mayor parte de los datos biogr�ficos que apuntamos sobre este gran artista, la hemos adquirido de un notable art�culo que escribi� el poeta ecuatoriano don Juan Le�n Mera.


Un oidor espa�ol encomend� a Santiago que le hiciera su retrato. Concluido ya, parti� el artista para un pueblo llamado Gu�pulo, dejando el retrato al sol para que se secara, y encomendando el cuidado de �l a su esposa. La infeliz no supo impedir que el retrato se ensuciase, y llam� al famoso pintor Gor�var, disc�pulo y sobrino de Miguel, para que reparase el da�o. De regreso Santiago, descubri� en la articulaci�n de un dedo que otro pincel hab�a pasado sobre el suyo. Confes�ronle la verdad.


Nuestro artista era de un geniazo m�s atufado que el mar cuando le duele la barriga y le entran retortijones. Encolerizose con lo que cre�a una profanaci�n, dio de cintarazos a Gor�var y reban� una oreja a su pobre consorte. Acudi� el oidor y lo reconvino por su violencia. Santiago, sin respeto a las campanillas del personaje, arremetiole tambi�n a estocadas. El oidor huy� y entabl� acusaci�n contra aquel furioso. Este tom� asilo en la celda de un fraile; y durante los catorce meses que dur� su escondite pint� los catorce cuadros que embellecen los claustros agustinos. Entre ellos merece especial menci�n, por el diestro manejo de las tintas, el titulado Milagro del peso de las ceras. Se afirma que una de las figuras que en �l se hallan es el retrato del mismo Miguel de Santiago.


III


Cuando Miguel de Santiago volvi� a aspirar el aire libre de la ciudad natal, su esp�ritu era ya presa del ascetismo de su siglo. Una idea abrasaba su cerebro: trasladar al lienzo la suprema agon�a de Cristo.


Muchas veces se puso a la obra; pero, descontento de la ejecuci�n, arrojaba la paleta y romp�a el lienzo. Mas no por esto desmayaba en su idea.


La fiebre de la inspiraci�n lo devoraba; y sin embargo, su pincel era rebelde para obedecer a tan poderosa inteligencia y a tan decidida voluntad. Pero el genio encuentra el medio de salir triunfador.


Entre los disc�pulos que frecuentaban el taller hall�base un joven de bell�sima figura. Miguel crey� ver en �l el modelo que necesitaba para llevar a cumplida realizaci�n su pensamiento.


H�zolo desnudar, y colocolo en una cruz de madera. La actitud nada ten�a de agradable ni de c�moda. Sin embargo, en el rostro del joven se dibujaba una ligera sonrisa.


Pero el artista no buscaba la expresi�n de la complacencia o del indiferentismo, sino la de la angustia y el dolor.


-�Sufres?-preguntaba con frecuencia a su disc�pulo.


-No, maestro -contestaba el joven, sonriendo tranquilamente.


De repente Miguel de Santiago, con los ojos fuera de sus �rbitas, erizado el cabello y lanzando una horrible imprecaci�n, atraves� con una lanza el costado del mancebo.


�ste arroj� un gemido y empezaron a reflejarse en su rostro las convulsiones de la agon�a.


Y Miguel de Santiago, en el delirio de la inspiraci�n, con la locura fan�tica del arte, copiaba la mortal congoja; y su pincel, r�pido como el pensamiento, volaba por el terso lienzo.


El moribundo se agitaba, clamaba y retorc�a en la cruz; y Santiago, al copiar cada una de sus convulsiones, exclamaba con creciente entusiasmo:


-�Bien! �Bien, maestro Miguel! �Bien, muy bien, maestro Miguel!


Por fin el gran artista desata a la v�ctima; vela ensangrentada y ex�nime; p�sase la mano por la frente como para evocar sus recuerdos, y como quien despierta de un sue�o fatigoso, mide toda la enormidad de su crimen y, espantado de s� mismo, arroja la paleta y los pinceles, y huye precipitadamente del taller.


�El arte lo hab�a arrastrado al crimen!


Pero su Cristo de la Agon�a estaba terminado.


IV


�ste fue el �ltimo cuadro de Miguel de Santiago. Su sobresaliente m�rito sirvi� de defensa al artista, quien despu�s de largo juicio obtuvo sentencia absolutoria.


El cuadro fue llevado a Espa�a. �Existe a�n, o se habr� perdido por la notable incuria peninsular? Lo ignoramos.


Miguel de Santiago, atacado desde el d�a de su crimen art�stico de frecuentes alucinaciones cerebrales, falleci� en noviembre de 1673, y su sepulcro est� al pie del altar de San Miguel en la capilla del Sagrario.

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